LA EDUCACIÓN NUTRICIONAL O LA DIFERENCIA ENTRE EL ÉXITO Y
EL FRACASO DE UNA DIETA
Cuando
pensamos en una dieta diseñada y a realizar por alguien durante un tiempo más o
menos prolongado, nos solemos fijar en cosas importantes como son el peso y el
volumen corporales que perdemos en el caso de las dietas de adelgazamiento, en
si no tenemos despeños diarreicos y anemia o malnutrición en las dirigidas a un
celíaco, en que no aparezcan dolores abdominales ni alteraciones hepáticas y el
crecimiento sea el adecuado en las que se diseñan para alguien con intolerancia
a la fructosa, etc., etc., etc.
Pero,
además de estos resultados, en el diseño, cumplimiento y seguimiento de una
dieta, existe algo que es la educación que supone el cumplimiento de la dieta
durante un tiempo determinado y que nos hará que al efecto momentáneo de la
dieta (durante el tiempo en que se esté llevando a cabo) se le una el efecto a
largo plazo de haber cambiado nuestros hábitos dietéticos.
Una
dieta, salvo situaciones casi inexistentes, conlleva en su diseño y en su
cumplimiento una serie de características que harán cambiar, más o menos
deprisa según la gravedad del punto de partida, los hábitos nutricionales de la
persona y aprender una nueva forma de comer.
No
solo cambiaremos en el número de comidas sino también en su composición. Esto
nos obligará a variar los hábitos de compra, de organización de los alimentos
en su almacenaje y de tiempos y formas de cocinado, no por darle un gusto al
profesional que diseña la dieta, sino porque al variar los hábitos
alimentarios, también deberemos varias nuestros hábitos de vida.
Es
por esto que una dieta debe llevar a la persona que la está realizando, a
aprender poco a poco y durante un tiempo más largo que corto, cómo debe comer y
todo lo que ello implica. Así el profesional que la diseña, debe tener en
cuenta todas las circunstancias del “paciente”, introduciendo poco a poco las
variaciones necesarias, adaptándose a sus gustos, horarios, economía,
aficiones, trabajo, etc., para no acabar con su paciencia, pero siempre
teniendo muy claro el fin último de la dieta.
La
dieta se convertirá así, a lo largo del tiempo, en una escuela necesaria pues,
en la mayoría de los casos, se necesitará que la persona coma de forma adecuada
durante tiempo y tiempo.
Si
no aprendemos con la dieta y mantenemos los cambios en nuestra alimentación y
por lo tanto en nuestro estado nutricional, los problemas reaparecerán. Los
intolerantes a la fructosa y los celíacos mantendrán sus defectos enzimáticos
toda la vida. El agravamiento de una diabetes mellitus tipo 2 o de la
hipertensión arterial se producirá si se agrava el sobrepeso. La posibilidad de
formar cálculos de ácido úrico en los riñones o de tener crisis de artritis
gotosa en los que presentan esa predisposición se verá multiplicada. Y así
sucesivamente.
La
solución podría ser estar permanentemente en manos de un especialista en
Nutrición, pero esto no solo es complicado sino que va en contra de cualquier
planteamiento de independencia personal. Así es el aprendizaje lo más
importante.
El
poder hacerlo depende de las dos partes, del que diseña la dieta adaptándose al
que la va a realizar, haciéndola posible en su cumplimiento y atractiva para su
realización, y del que la va a llevar a cabo. Si el paciente se pone unas metas
por su cuenta en cuanto al número de kilos a perder, el tiempo que debe
realizar la dieta, …, sin tener en cuenta las posibilidades técnicas y, sobre
todo, lo que se tarda en convertir en hábito las nuevas prácticas alimentarias,
el éxito de un corto periodo de tiempo se convertirá en fracaso a medio plazo.
El
profesional debe convencer al que va a realizar la dieta de la conveniencia de
cumplir la dieta, de cómo van a realizar los cambios poco a poco (grandes y
bruscos cambios no suelen llevar a nada bueno) y del seguimiento que se hará al
llegar al objetivo, con el fin de descubrir a tiempo y corregir aquellos malos
hábitos que intenten reintroducirse bien por presión ambiental bien por pereza,
en nuestra dieta.
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